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lunes, 24 de junio de 2019

Ramón

Anoche llegaste a mi sueño en intermitencias. Te recordé hablando con las manos, viendo hipnóticamente lo redondas que eran tus uñas, lo blancas, bien pulidas y recortadas. Tu cara, tan ajada, tan curtida, con tantas marcas de ceños fruncidos por leer tantas lineas en tantos libros, por tristezas pasadas, por insomnios constantes.  Sudabas un poco, recuerdo tu argumento al respecto: la temperatura de tu cuerpo era un grado mas alta que el de todos los que te rodeábamos. Tenías 37 grados, cuando todos nos conformábamos con míseros 36 grados corporales.

Tenías paciencia de santo, alma alburera de nacimiento, eras empático con todas las causas, eras el Charro Negro, el Maestro, el amigo amable, el maestro objetivo. Tenías mas vidas vividas que cualquiera de nosotros.

Me enseñaste a ser práctica y objetiva. Me diste lecciones de tolerancia. Cuando hacía las cosas mal tenías ese elegante estilo para no hacérmelo ver mas que de forma positiva.

Recuerdo que siempre me decías que tenía que meter tijera (hoy no lo haré). Que lo que se tenía que decir en dos palabras, no era ni en tres ni en cuatro. Lo curioso es que esto lo apliqué en muchos aspectos de mi vida: en palabra escrita, en pensamiento y palabra hablada: me hiciste concisa, breve y expedita; eso lo trasladé a los amores y a los pesares: lo que tenía solución se arreglaba en un dos por tres, lo que no, a la chingada, y el amor se daba con todo y así se recibía.

Me enseñaste a creer en la bibliomancia, en el arte de dejarme seducir por lo que cayera en mis manos, a que el libro me elegía y no yo a él.  Me enseñaste a no dejar de leer lo que me haría sufrir, que no todo era una historia estúpidamente simple que me dejara en una zona de confort, la única aparentemente conocida por mi hasta entonces. Me enseñaste a leer lo bueno, a regocijarme con los nudos de palabras y sentidos que me transmitían un fuego que me revivía y me atraía. Desentrañé a Ian McEwan bajo tu batuta, a Joyce Carol Oats, a Margaret Atwood.

Me enseñaste a la Monja Portuguesa de Mariana de Alcoforado que leí y releí en un librito que me regalaste. Me abriste las puertas a la poesía de e.e. cummings que se convirtió en mi gran favorito. Me enseñaste portadas de libros que se publicarían que después pegabas en un mural-altar en tu oficina.  Me diste a leer libros que se publicarían -o no-,  en México. Me diste probadas de otros. Escribiste tus Ardores que Matan a la par que nosotras hacíamos vanos intentos por escribir cuartillas que descuartizabamos en nustro amado taller en Miguel Angel de Quevedo, un oasis por unos años, un tiempo inolvidable que tengo bien guardado y acurrucado en medio del plexo solar.

Me regalaste una insignia soviética con un "3" que me ha acompañado en mi escritorio por años. Ese día te empezamos a decir "Camarrata" en una suerte de doblar las "r" de Ramón y de Camarada y darle mas retumbe a tu nombre que ya de por si en tu larga percha era escandaloso.

Mi terapia en años tan duros fue escribir. Hoy me leo y leo a una mujer que no tenía Oriente, que buscaba desesperada un sentido. Tu fuiste el gran maestro en esas épocas. Nunca te lo agradecí Ramón, o si lo hice, fue pobremente, en pocas palabras, y esa era la excepción a la regla de lo que me habías enseñado: tenía que haber sido larga y rimbombante en algún intercambio de los muchos que tuvimos y no lo fui. Perdóname, Ramón querido.

La lección mas importante que me diste, fue con la que viviste cada día. Tu sabías mas que muchos de nosotros, pero nunca nos hiciste sentir menos. Nunca nos corregiste ni una falta de ortografía, esas las descubriríamos después. Nos acorralabas para que solos descubriéramos el camino, el origen de todo, la verdad de casi todo.

Me dejaste hoy con un dolor amargo cuando desperté y te habías puesto de personaje estelar en mis sueños. Un abandono inusitado. Me dieron ganas de llorarte a destiempo, varios días después de haber sabido que nos dejaste, y qué mejor terapia, que escribirte esto, y darme cuenta que hace tres años no me sentaba a expiar mis penas y atorar las lagrimas que no quiero llorarte gran amigo mio porque quiero creer que nunca te irás,  los grandes amigos nunca se van.

Gracias Camarrata.
Happy Bloomsday forever!








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