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domingo, 7 de abril de 2013

No me avisaste

En diez minutos estaríamos tomando un vermuth, eso dijiste hace casi cuarenta y ocho horas.
Hace ciento veinte horas desayunabamos café, -tu un latte con expreso doble-, yo un descafeinado. Un pan dulce que te dije estaba buenísimo. Tu me preguntabas por qué no me dedicaba a la fotografía profesional. Yo te contestaba que no mientras liabas un cigarro con tabaco mentolado.

Recordé que tomaste una foto de mi mano con anillo de plata cuando tomaba la segunda taza de café... ¿te acuerdas que la pedí tres veces y tu dos mas? ¿y que la mesera no la traía y que tenía prisa por irme?

Te dejé en el banco mientras quedábamos dos horas después que irías a verme al trabajo, pero las horas se te fueron tramitando una tarjeta de crédito y a mi no se como.

Me escribiste hace setenta y dos horas para decirme que quedábamos hoy para cenar.

Me escribiste hace treinta y seis horas y te contesté que si.

Y hace menos de veinticuatro horas, te moriste.

Amaneciste muerto, o te moriste amaneciendo, ya no quise preguntar.

Solo sé que nos quedamos con la plática pendiente de terminar, ¿te acuerdas?

Y te moriste.

Y no me avisaste.

Pensé que cuando caminábamos junto a la iglesia, y hablábamos de ese infarto que te dió en Nueva York, no pensabas tu, ni yo, que el domingo te ibas a morir, porque de haberlo sabido,  no me hubiera quedado  con la pregunta en la punta de la lengua.

"Raúl, ¿me puedes tomar una foto tan bonita como las que tomas a todas las personas que encierras en tu lente?"


En todos nuestros tiempos

El rayo de sol fue subiendo y desvaneciendose por encima de la sombrilla. Iba por el segundo café y la cuarta probada al pan de dátil con naranja mientras esperaba.  De vez en cuando levantaba la vista del libro para ver si venías o me largaba de una vez cuando miré sin ver a la gente que pasaba.

Y ví a esta pareja que caminaba arreglada como con rumbo y ganas de rezar o visitar a alguien cercano. Elegantes, impecables, ausentes de ellos mismos imaginé que irían a misa en Santa Catarina, y mientras, observé a las demás personas que venían de correr, o iban por el periódico o por el pan, o al lugar donde estaba yo sentada a tomarse un café también. 

Regresé los ojos al libro y el cuerpo al calor del rayo de sol que ya no estaba para saber que me quedaría sin desayunar allí y después de dos capítulos y un rato más de café tibio en la taza, pedí la cuenta empezando a sentir que la tranquilidad con la que había llegado desaparecía y se me escurría por las orillas de la falda que me había puesto para este domingo.

Decidí levantarme sin dar explicación a mis sentidos para girar en la calle por donde había llegado y darme cuenta que esa pareja, -casi cuarenta años mayor que yo-, venía ya de regreso e iba tres metros adelante de mi.  Respiré y solté un suspiro que me pareció el bufido de un toro de lidia porque estaba tan enojada como lo contenta que había estado y desaceleré mis pasos antes de rebasarlos porque noté algo extraño en el hombre al tiempo en que en la siguiente esquina ella daba la vuelta a la izquierda y casi sin mirarse tomaban caminos diferentes.

El camino que él tomó era el camino que yo iba a seguir, pero él no lo sabía.

El no sabía siquiera que yo venía detrás, pisandole los pasos que acababa de dar.

El no sabía que él sabe de mi, y que yo sé de él.

Él eras tú, en un tiempo que aún no ha llegado.

El corazón se me salía del pecho y pensé que tal vez podría escucharlo y voltear para buscar de dónde venían esos ansiosos tambores de guerra. Cada paso era uno tuyo, cada mirada a la izquierda o la derecha eran tus ojos viendo caminos posibles. Los brazos no los movía con los pasos, así como tu caminas, los puños medio cerrados, como los tienes tu a veces, los pasos con pequeños saltos como tu los caminas, como si quisieras ser un niño ligero y feliz porque tal vez no lo fuiste. El cuerpo exactamente igual, una delgadez fuerte y atrayente, atrayente a mi. Como un yin yang.

La esencia de ese hombre era la tuya. Es la tuya. Eran el mismo y me parecía que era un fantasma y que no había nadie caminando a unos pasos de mi. Que mis ojos lo estaban inventando todo detrás de mis lentes de sol. Pensaba que eras tu en otra dimensión. Sentía...sentía algo que me hacía querer huír de esa banqueta pero los pies no me dejaban parar los pasos detrás de los tuyos.

Y por un momento, no supe en qué tiempo estaba caminando, no podía entender que era un domingo de abril por la mañana con mis aún cuarenta y dos años, porque al mismo tiempo sentía que ese eras tu dentro de treinta años y el fantasma era yo comiéndose tus pasos.

Quise alcanzarte, pero no lo hice. Y tu, como hace treinta años, no sabías que tenías que voltear para encontrarme.

Tal como pasa hoy, un domingo de abril, del año dos mil trece.

Tu papá