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martes, 19 de noviembre de 2013

Inventario

Quise abrir un Excel para inventariarme los recuerdos, pero sabes que siempre he sido mala con eso, nunca entiendo las fórmulas y las sumatorias las hago con los diez dedos, cuando se me complica sacó la calculadora, pero ahora tengo el corazón dividido en celdas de un documento nuevo y las escribo en bold y con itálicas.

Hoy no hacen falta sumatorias, sólo anotaré pocas cosas, tengo que elegir de manera práctica e inteligente porque sí no me ahogaré en la sal de mis ojos así que cada celda la lleno con una sonrisa, la remarco con amarillos fluorescentes o con rojos carmín. 

Anoté la pluma ecológica que me regalaste, resté las cinco canas que me arrancaste. Multipliqué las células de la piel de tu espalda que electriza la yema de mis dedos, me cosí a los ojos visiones de ese té negro que pediste ese día y que recordamos hace un rato junto con el paisaje de esa carretera que nos deshizo la realidad por un momento.

Me tapé los pies helados y el movimiento de la cobija sacó tu olor de los recuerdos que me llegaron desde la puerta abierta siempre para ti.

¿Sabes lo que daría por poder enfrascar ese olor tan tuyo? Tal vez dejaría de viajar o de pensar en el mar si pudiera ponerle precio...o ver los partidos de tu equipo favorito...o dejar de comer chocolates, todo eso, si ese olor pudiera encerrarse por siempre. No cabría en el Excel, porque me desbordaría como lo haces siempre desde tu silencio que siempre me observa, que calla y voltea a la derecha, o que se tapa con ese comentario tan tuyo que siempre me hace reír.

Anoto en el inventario a ese gato blanco perdido que querías me llevara y le dejó la consigna a esa esquina, la del gato blanco, para que siempre que pases por allí, me pienses y siempre te acuerdes que al día siguiente regresé a buscarlo y no estaba: tu diciendo que  lo habían atropellado y yo que había encontrado su casa de nuevo.  Te pondré en un sobré  las cinco canas y te las mandaré con un timbre bien mojado con mi lengua, lenta y eróticamente, por correo para que me cosas aún más a ti, para que cada amanecer tengas que sacudirme del sueño con un millón de besos. También te dejaré metros cúbicos de agua de alguna alberca que lleve agua de azahar en vez de cloro y a cada brazada que des, quieras abrazarme desesperadamente y sin remedio dudando si alguna vez nos inventamos de tan perfecto nuestro amor.

Yo, me guardó el aire de tu olor, no en frasquitó, me lo guardo aquí junto, para que cada noche que quiera abrazarte, ese aire dibuje la forma de tu espalda perfecta y profundamente dormida, tal como mereces dormir, tal como lo hagas ahora que ya no nos despertaremos a las seis de la mañana religiosamente todos los días.

Me quedo con el seis y el nueve, que si los pones de cierta forma, hacen un infinito perfecto...

...pero ahora que lo pienso...

Dime para que hago un inventario, si más bien esto es un testamento.

Me mataste y te maté...ya no tenemos más que ese aire que no se puede embotellar que alguna vez hace unas horas, respiramos juntos, mientras nos soplábamos un último aliento en ese beso tan lento y tan lleno de ti y de mi, con nuestras lenguas tan ardientes, asesinándose para no vivir más sin vivir juntos.






Aire en nuestras aguas

sábado, 9 de noviembre de 2013

Lorenzo y Patricia

Y de repente, sin aviso, me llegó a la mente.

Era un recuerdo ya vivido. Era un silencio que me remontó a casa de mis abuelos algún fin de semana que tal vez me quedé a dormir. Era ese silencio que no es callado...donde se escucha el ruido de los coches en la avenida, donde llegaban los ruidos de la cocina donde Doña Mela seguramente preparaba lo que me gustaba: tortitas de papa, arroz blanco con verduras y pollo en pipian, oía el crujir de las escaleras, lento, en el que mi abuela con su torpeza post embolia subía arrastrando un pie y la punta del zapato siempre pegaba con el siguiente escalón y tenía que hacer un breve esfuerzo para levantarlo y así, hasta terminar toda la escalera que subí y bajé corriendo y brincando tantos años, hasta que mi abuelo murió y vendieron la casa.

Y la vendieron con ese silencio que hoy escuché, y sentí una nostalgia que me hizo abrir los ojos como platos y tratar de seguir con la clase, viendo al ventanal con el gran jardín de Lorena, lleno de luz de esta mañana tan otoñal, y con un silencio tan igual al de mis abuelos. La voz de Lorena la escuchaba lejana, y mis ojos seguían en su jardín, -manos a los lados, muslos fuertes, rodillas para arriba, estiren laterales, inhalen, y al exhalar salgan de la postura-, me sé ya de memoria su tono de voz y adivino con sus espacios entre palabras lo que sigue, y cuando me di cuenta no estaba haciendo nada de lo que ella decía. Estaba con las manos en los muslos, flor de loto, tratando de oler el recuerdo en casa de mis abuelos. La biblioteca que olía a ellos, perfumados con los libros de las paredes...de piso a techo..., con todos los adornos que teníamos prohibido tocar, con la alfombra y la tele de bulbos, con el teléfono de disco, con la máquina de escribir de mi abuela, donde me manché tantas veces los dedos de negro y rojo con la cinta Pelikan que olía tan rico.

Y ellos me parecieron más vivos que muertos.

Nunca se casaron, nunca se divorciaron de sus parejas anteriores. Siempre nos dijeron que esa foto, tamaño postal, enmarcada y descansando sobre uno de los libreros habías sido tomada el día que se casaron en la iglesia de La Profesa. Pero eso era mentira y no lo supe hasta que murieron los dos. Tal vez se las tomaron en una calle del centro, relativamente cerca a La Profesa y eso bastaba para que la mentira no fuera tan grande.

Y entonces sentí,  que pesé a todos los recuerdos absurdos, a que dormían en camas separadas, a que mi abuela dejó a la hija que tuvo con el italiano antes de mi abuelo, y que nunca volvió a ver, pese a que a mi abuelo se le murieron los dos primeros hijos que tuvo con Eva, la que no era mi abuela, pese a que no se hablaban con la hija más pequeña que los dos tuvieron juntos, a que mi abuelo no comía gelatina verde porque decía que parecía veneno para ratas, a que mi abuela cojeaba y mal caminaba pero era más que guapa, pese a todo, sé que fueron felices, y que se atrevieron a romper el esquema que la vida les había pintado sin importar haber creado una gran mentira que estaba enmarcada en el librero de esa biblioteca que hoy vi a la mitad de mi clase de yoga.

Namaste, abuelos queridos.

Mantilla de mi abuela, y su misal, hecho.por su único hijo: mi papá.