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sábado, 9 de noviembre de 2013

Lorenzo y Patricia

Y de repente, sin aviso, me llegó a la mente.

Era un recuerdo ya vivido. Era un silencio que me remontó a casa de mis abuelos algún fin de semana que tal vez me quedé a dormir. Era ese silencio que no es callado...donde se escucha el ruido de los coches en la avenida, donde llegaban los ruidos de la cocina donde Doña Mela seguramente preparaba lo que me gustaba: tortitas de papa, arroz blanco con verduras y pollo en pipian, oía el crujir de las escaleras, lento, en el que mi abuela con su torpeza post embolia subía arrastrando un pie y la punta del zapato siempre pegaba con el siguiente escalón y tenía que hacer un breve esfuerzo para levantarlo y así, hasta terminar toda la escalera que subí y bajé corriendo y brincando tantos años, hasta que mi abuelo murió y vendieron la casa.

Y la vendieron con ese silencio que hoy escuché, y sentí una nostalgia que me hizo abrir los ojos como platos y tratar de seguir con la clase, viendo al ventanal con el gran jardín de Lorena, lleno de luz de esta mañana tan otoñal, y con un silencio tan igual al de mis abuelos. La voz de Lorena la escuchaba lejana, y mis ojos seguían en su jardín, -manos a los lados, muslos fuertes, rodillas para arriba, estiren laterales, inhalen, y al exhalar salgan de la postura-, me sé ya de memoria su tono de voz y adivino con sus espacios entre palabras lo que sigue, y cuando me di cuenta no estaba haciendo nada de lo que ella decía. Estaba con las manos en los muslos, flor de loto, tratando de oler el recuerdo en casa de mis abuelos. La biblioteca que olía a ellos, perfumados con los libros de las paredes...de piso a techo..., con todos los adornos que teníamos prohibido tocar, con la alfombra y la tele de bulbos, con el teléfono de disco, con la máquina de escribir de mi abuela, donde me manché tantas veces los dedos de negro y rojo con la cinta Pelikan que olía tan rico.

Y ellos me parecieron más vivos que muertos.

Nunca se casaron, nunca se divorciaron de sus parejas anteriores. Siempre nos dijeron que esa foto, tamaño postal, enmarcada y descansando sobre uno de los libreros habías sido tomada el día que se casaron en la iglesia de La Profesa. Pero eso era mentira y no lo supe hasta que murieron los dos. Tal vez se las tomaron en una calle del centro, relativamente cerca a La Profesa y eso bastaba para que la mentira no fuera tan grande.

Y entonces sentí,  que pesé a todos los recuerdos absurdos, a que dormían en camas separadas, a que mi abuela dejó a la hija que tuvo con el italiano antes de mi abuelo, y que nunca volvió a ver, pese a que a mi abuelo se le murieron los dos primeros hijos que tuvo con Eva, la que no era mi abuela, pese a que no se hablaban con la hija más pequeña que los dos tuvieron juntos, a que mi abuelo no comía gelatina verde porque decía que parecía veneno para ratas, a que mi abuela cojeaba y mal caminaba pero era más que guapa, pese a todo, sé que fueron felices, y que se atrevieron a romper el esquema que la vida les había pintado sin importar haber creado una gran mentira que estaba enmarcada en el librero de esa biblioteca que hoy vi a la mitad de mi clase de yoga.

Namaste, abuelos queridos.

Mantilla de mi abuela, y su misal, hecho.por su único hijo: mi papá. 



1 comentario:

Dale dijo...

Gracias. Leo muy despacio, porque mi español esta muy débil, pero agradezco mucho estas entradas, Brígida. Tan vivas.