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viernes, 14 de febrero de 2014

Una lágrima

Hace mil y una noches, dejé mi cuerpo hecho un ovillo junto al tuyo y mi fantasma se desdobló en un vuelo lento y suave al sillón de tu estudio.  Me senté en el love seat con las piernas, etéreas, dobladas debajo de mi y mi cara viendo hacia el sillón donde te sientas algunas veces, donde me leías, desde donde me hablabas, desde donde nos mirábamos, solo que estaba vacío de ti porque estabas ocupado en la cama abrazándonos y entonces yo no tenía con quien hablar, así que dí la vuelta viendo el piano, tu computadora, el atril, los cientos de libros y miles de discos, hasta que tus violines me sonrieron.

Me levanté apenas poniendo esfuerzo en un vuelo que me llevó a mirarlos bien de cerca, -tal como quise hacerlo siempre que estuve allí, pero me imponía tu presencia como dueño de ambos y conocedor de cada milímetro de esas maderas por encima de mi ignorancia ante esos temas-, y entonces me acerqué aún más, y me encontré respirando tan cerca de ellos que mis pestañas acariciaban las cuerdas y mi aliento hacía vahos sobre sus barnices mientras mi boca apenas tocaba la curva del oído de uno de ellos. La punta de mi lengua quiso saborear sus volutas y así descubrí la esencia de tus dedos impregnada por todas las veces que las has tocado.

Los estudié descaradamente hasta que me atreví a acariciarlos con las puntas de los dedos y en un segundo ya los tenía fuera de su estuche, sentandome en el suelo en flor de loto con ellos en mis muslos.  Los arcos no se quedaron atrás: estaban tejiendome en el pelo un chongo oriental, como esos que se hacen las geishas con palitos lacados, pero también aprovechaban para deslizarse en la curva de mi espalda, con sus crines tan tensas contra mis vértebras tan inasibles.

Con solo tocarlos y dejar que me tocaran, me aprendí sus historias. Por separado me contaban su versión de tu historia. Yo cerré los ojos y me dejé llevar sin pensar porque decidieron darme un concierto tocado por tus manos en muchas épocas de tu vida. De todas tus vidas.

Ellos eran todas tus mujeres, ellos eran una lágrima hecha madera. Una sola. Una lágrima que nunca lloras porque aunque nunca me lo has dicho, sé que no entra en tu partitura de vida derramar lágrimas ni de alegría ni de tristeza.  Eran tu infancia robada, eran tu alegría al ser padre, eran tu lucha contra ellos mismos y tu placer en ellos cada vez que rasgas sus cuerdas, cada vez que entran en ese espacio cóncavo-convexo de la suavidad dulce de tu cuello y de su fuerte barriga de madera. Eran un trozo de arce que recorrió caminos fríos en su concepción, líneas de vida de manos de mujeres que los labraron, porque curiosamente, -cosa que no sabes tu pero que a mi me confesaron-, fueron lauderas quienes los concibieron. Eran diosas y mujeres que con dedos prestos injertaban un alma en tu música desde entonces. Eran mujeres felices, que reían todo el tiempo mientras tallaban partituras y cantaban las notas que arrancarías en cuerdas de oro en esos violines. Eran mujeres melancolicas de tu música por anticipado. Admiradoras tuyas antes que nacieras, -y no se equivocaron-.

Recorrieron caminos tropicales después para llegar a tus hábiles manos, esas que acariciaban mi cuerpo en ese momento al otro lado del apartamento. Te acompañan cada noche, invisibles y con olor a jazmines, al quedarte dormido y durante esa duermevela donde sientes que los tocas aún.  Intentan dormir cada luna cuando lo único que quieren es arrancarte sonrisas mudas, silencios alegres y carcajadas furiosas y exaltadas.

Te miman, te seducen, te halagan, solo desean como ninfómanas de ti que tus manos les recorran, que tus ojos les miren, que tu deseo se apodere de sus cuerdas hasta hacerlas llegar a ese climax profundo e inerte que desvela a todas las almas.

Me contaron que son una sola lagrima.

-La que soltó tu madre cuando te parió, la que te lloró tu hija un día con aquella discusión inútil, la que lloró tu primera esposa cuando cortó la vida que le nacía, la que lloró tu abuela cuando vió tus ojos de color tan perfecto, la de varias enamoradas que se quedaron sin tus querencias, y la útima, la que te lloré hace unos días extrañando tus historias y por sabernos perdidos en los mares de Cortés, alejados de nuestro pasado, tan cercano como hoy, tan lejano como mañana donde no estaremos, -donde  quisimos estar-.

Y abriendo los ojos mientras me salía una sola lágrima que cayó sobre el violín de Porfirio Díaz, los guardé cuidadosamente en su estuche de nuevo, y regresé a la cama contigo, y pasaste la pierna por mis caderas, en ese abrazo que tanto me gusta, y dormí, por primera vez, y tu, dormiste por primera vez, y me perdonaste lo imperdonable, y te quise más, mientras escuchaba como tocabas en tus violines el día de mañana la música mas hermosa que nadie ha escuchado jamás.

Ni siquiera Henryk Szeryng.


Los violines de Cristobal



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