Las mareas en mi cuerpo parecen la contracorriente marina ecuatorial que me tocó en el Pacífico un abril hace seis años cuando leía un libro con portada verde.
Se salen por los poros de mi piel, se van al horizonte, se pierden, me secan, y de repente regresan sin aviso, en oleadas chiquitas pero constantes y fuertes.
En ciertos momentos del día me haces sentir como esa niña de siete años que te conoció hace siete vidas en el mar Caribe, en otros me siento la mujer de ochenta y un años que alguna vez imaginó envejecer contigo en el Atlántico Norte.
Otros me siento de veinte bailándonos en la calle en un manantial dentro del pavimento de una avenida cualquiera.
Cuando hablamos me siento la de este presente de cuarenta y uno parada en el centro de la tierra, sin mares alrededor, con las manos levantadas hacia el cielo, tratando de alcanzar y tocar Orión para regalártelo.
O Venus.
O atraparte alguna estrella fugaz para metértela en el alma y que te llenes de sonrisas.
Trato de contenerme y contenerte y entonces me dices que jamás me dejarás ir cuando yo estoy con un pie fuera dispuesta a caminar sin voltear, sin dar un paso atrás.
Y entonces lo pienso solo un poquito y cambio de opinión medio segundo después que el terciopelo de tu voz se me envolvió ya en el cuello y en los hombros.
Y siento como el viento que sopla, viniendo del Gran Cañón, me revuelve el pelo y me despeina mas que siempre, me cierra la puerta en las narices y no puedo mas que cerrar los ojos, contener lágrimas que no se si son de felicidad o de incertidumbre o de éxtrasis absoluto y disponerme con cada sentido a robarle un día a la eternidad.
Pero contigo.
Nuestra puerta, abierta |
1 comentario:
Que hariamos sin esas mareas que se nos meten en las venas y son las que navegan, y abastecen de vida al corazón, benditas ellas que te iluminan con su pasion.
Publicar un comentario