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lunes, 28 de mayo de 2012

Beso

La última vez que me paré en ese lugar fué el 30 de julio del 2009, y en ese preciso instante me juré no volver a hacerlo.

La estudié milimetricamente desde la banqueta de enfrente, desde ese ojo arquitectónico que no tengo, crucé la breve calle, caminé los cinco metros de frente que tiene la fachada con pasos largos y lentos, me detuve a observar la ventana de la cocina y casi pude ver a la dueña de esa estufa y ese refrigerador y esos cuchillos y horno de microondas un día antes limpiando las ventanas con limpiador en spray de vinagre de manzana secándolas freneticamente con bolas de periódico como para borrar todos sus pecados y de paso los mios.  Estaba segura que si me ponía de puntitas y acercaba la nariz al vidrio, además de ver el vaho de mi respiración agitada y acalambrada podría respirar ese vinagre y ver algún pedazo de periódico mojado y seco ahora con medio anuncio de alguna oferta, o un pedazo de aviso oportuno pegado sin querer al impecable vidrio.

Me fijé en un detalle del encaje de la cortinita, si lo pudiera haber tocado, podría haber sentido lo rasposo del almidón, la rudeza y el calor sofocante de la plancha, sentir las manos de esa mujer, dueña de esa cocina, de esa estufa, lavadora de ventanas, madre probablemente, esposa y tal vez amante del veterinario de la esquina deslizandose por ese algodón.
Estuve segura también que ella había hecho esas cortinas. Que las había cortado con un patrón inventado en su cerebro, cosido a mano y colgado desde un banquito.

La fachada la recuerdo igual de bien pintada que ahora, parecería que el barrendero por las mañanas además de barrer las hojas y  el polvo de la calle, le da un soplido a la pared y puerta negra para que se vea impecable.

Ese lugar, al que nunca he entrado y jamás en mi vida entraré, es el lugar donde me diste el primer beso.
Me aventaste a la pared debajo de la cortina almidonada. Mi cabeza no llegaba a tocar el quicio de la ventana, pero mi cuerpo parecía que fundiría la pared debajo de ella.

Durante días, semanas y meses evité andar por allí.

Muchas otras veces pasaba en el coche y no podía evitar voltear.

Pensar, sentir, tratar de repetir el momento.

Otras veces me quedaba un solo segundo viéndola, tan intensamente que estaba segura que lograría hacer que el tiempo y universo revirtieran el destino pasado y futuro y repetiría ese beso que nos dimos.

Otras veces quería gritarle a la puta ventana que la odiaba porque seguramente me lo había inventado todo cuando en realidad lo estaba olvidando desde la memoria hasta la piel.

Hasta que empecé a ver la fachada, con su pedazo de banqueta, con su ventana y cortina almidonada con nostalgia, para después pasar a una especie de recuerdo con sabor a nosequé...

Y hoy, cuando dí la vuelta a la izquierda mas adelante, me dí cuenta que llevaba varios meses sin recordarla. Sin pensarla. Sin echarle una sola mirada, ni de reojo siquiera...

Todo esto lo sentí en la boca con sabor a mora azul, vainilla y fresa, -los mismos sabores de la gelatina que me acababa de comer minutos antes-, a la vuelta de la esquina, donde tu y yo comimos también alguna vez, -la vez del beso-.

Lo que nunca te he dicho: ese beso marca el principio de mi libertad.

1 comentario:

Espera a la primavera, B... dijo...

Sigues llevándome de la mano hasta cerrarla sobre mi corazón como en un puño.

Yo sé que no hay un lugar donde esconderse y aferrarse al mismo tiempo, pero si lo existiera sería esa ventana. Todos necesitamos un faro que nos recuerde que aún existen rocas bajo nuestros pies de madera, sobre la hoja de plata con la que el mar inmortaliza la luna.

Todos necesitamos que nos recuerden, de vez en cuando, que pudimos ser eternos en un solo beso.