Brígida ve los aparatos encima de ella, el techo blanco y las cortinas azules. Nunca ha estado en una habitación como ésta.
De hecho no es una habitación, es un cubículo, un espacio, un cuarto en un frío hospital.
Su mente, que por hoy no es de Diosa, tiene trabajo para procesar lo ocurrido.
Hoy, por ejemplo, recordó el camión rojo frente a ellas que parecía alcanzarían pero no llegaron a tocar.
Ella y la Viuda de Clicot iban vestidas para matar: medias de red una, botas negras con tacón de aguja la otra. Negro de pies a cabeza la Viuda. Dorado y negro la otra.
Todo iba bien hasta que llegaron al kilómetro treinta y nueve.
Treinta y nueve es un número en espiral, pero ellas no sabían que esa espiral estaba llena de lluvia, aceite, torretas y pedazos de coches.
Treinta y nueve, los mismos años que la hermana de Brígida cumplía ese día siete.
Tampoco pudieron haber sabido, porque la Gitana está de vacaciones y no les leyó el Tarot ésta semana, que a su lado, detrás de ellas, frente a ellas y a los lados hubo quienes sangraron y perdieron el conocimiento.
Ellas no sangraron, una sola gota.
La que tiene nombre de Paz, que también las acompañaba, parecía que estaba y que no estaba.
Parecía un hada en medio de ese bosque donde volaba daba tumbos entre las luces rojas y azules. Curaba al padre que estaba sentado desconsolado, tocándole la cabeza para calmarlo, hablando con todos, pero manteniendo un ojo atento a las Diosas que seguían tratando de comprender ese camino en espiral que habían tomado.
Veían las medias de red, los tacones y las botas. Se miraban sin palabras. Se tocaban dándose fuerza muda. Deberían estar en otro lugar. No allí.
Deberían estar riéndo y bailando.
Borrachas con algún vino o con alguna bebida mágica y de colores verdes centellantes o azules caribeños.
Su sangre se intoxicó de adrenalina. Estaban mudas y borrachas. Los movimientos parecían lentos, eternos.
El tiempo, para una pasó tan rápido que ni pudo contarlo.
Para Brígida el tiempo parecía eterno. Hablaba incoherencias y se reía. Dolía en algunos lados, pero como siempre, sabía que todo estaría bien.
Las torretas de las ambulancias se apagaron, el ángel disfrazado de alguacil les hablaba palabras amables con sonrisas.
Miranda, como les dijo que se llamaba el que maneja las grúas de sus hermanas, les encendió un cigarro mágico que llenaba de oxígeno los pulmones y sacaba adrenalina por sus fosas nasales.
Joaquín las abrazaba y soltaba alguna que otra palabreja que las tres adoraron en ese momento simplemente porque estaba con ellas, que por muy Diosas que son, necesitaron que alguien estuviera presente mientras la adrenalina continuaba en sus sistemas circulatorios y divinos...
Al regresar Brígida, amaneciendo ya al día siguiente, daba mas vueltas que Merlina caminando sin sueño y tenía en las piernas un temblor incontrolablemente equilibrado, estaba en un estado general estable, frío, aparentemente fuerte e irrompible.
Se sentía tan viva que parecía que no podía haber mas vidas que ésta, la de su presente, la del ahora, la del instante.
La de éste verano, la de éste siete de agosto que ya fué ayer.
Ese día en que sintió, que cuando es humana, la vida puede irse en un instante, pero la Luna, los cometas y el universo le regala otros muchos.
Mas tarde, Brígida tuvo que hablar con su madre, con la Diosa Mayor...
Y ésta le dijo en su voz con acento extranjero: "Estoy tan feliz de oír tu voz, de poder seguir oyéndola".
Colgó el teléfono y le salieron siete lágrimas por los ojos mientras jugaba con la horquilla en su pelo, -esa que tiene una libélula morada-.
No hay comentarios:
Publicar un comentario