Comí las doce uvas con las doce campanadas y en algún momento perdí el ritmo y me sobró una después de los doce tañidos.
Traté de engañar al tiempo y a mi misma y me la metí junto con los restos de la onceava uva riéndome de los dos.
Salí. Había que festejar, brindar.
Seguir riéndo.
Cuando llegué a la segunda casa...-la de la prima y el novio del cuñado, o sea, el esposo de mi hermana-, casi me entraron ganas locas de huír: diez comensales en una mesa cuadrada, de los cuales nueve fumaban como chimeneas...
Sentí que entraba en un sótano en alguna película de El Padrino donde solo faltaba algún muerto en el piso, alguien con una pistola medio enseñándola, algunos jugando cartas.
Solo sentí eso.
La realidad es que habia restos de dos pasteles, montones de galletas, botellas de vino y de cava vacías, ceniceros con alteros enormes de colillas, y en ese momento decidí que quería irme a mi casa.
¿Por qué? No lo sé.
Tal vez porque simplemente hago lo que me viene en gana el día que sea, como nunca lo había hecho, pero como me he acostumbrado desde hace un año. A decidir mis movimientos lenta o rápidamente según convenga.
Salí a los quince minutos...
Traté, pero no fué el mejor momento.
Ni la compañía.
Ni el espacio.
Me faltaste desde el principio.
Primera del 2011. Foto: ¿Maya o S? |
1 comentario:
Iniciar los festejos con una ausencia tatuada en el corazón es una aventura suicida que jamás puede acabar bien.
No comí uvas.
Sonaban las campanadas y yo intentaba hacer jaque mate a un contrincante desconocido vía online.
Cada loco con su tema.
Besos.
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