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sábado, 9 de octubre de 2010

A los ocho años

Trato de imaginarme. De recordarme. De sentirme.
No puedo.

Es un hecho, se básicamente lo que hice a los ocho años, no lo trascendente, -aparentemente-:

Ya nadaba, bastante.
Iba en segundo de primaria (¿o tercero?), seguramente también hacía gimnasia. Patinaba. Jugaba tenis.
Jugaba en la escuela resorte, matatenas, kickball...
¿multiplicaba?. Si sumaba y restaba. Para entonces ya había leído la colección completa de los Siete Secretos de Enid Blyton.

Mi mamá me revisaba la tarea por las tardes. Mi papá probablemente nos contaba historias que solo él puede contar.
Mi mamá nos hacía galletas. Té negro.
Nos daba disprinas si nos sentíamos mal, -las infantiles-, o desenfriolitos.
Y eran el remedio para todo: panza, cabeza, oído, tristeza.

Mi papá llegaba a las seis de la mañana a despertarnos con un beso: ya estaba bañado, rasurado y olía a loción. Manejaba todas las mañanas para llevarnos, con mi mamá de copiloto y algún hermano en medio de los dos. Algunas veces yo. Un gran pleito entre cinco...

Sé que Lety era mi amiga en la escuela. Sé que Chirris lo era en la alberca.
Sé que Maya era mi sombra y yo la suya, desde entonces.
Sé que era la mayor de cinco hermanos en total.
Mis hermanos, los gemelos, tenían dos años.

Un año antes había ido a Irlanda.
Un año antes hice la Primera Comunión y de ese día si que me acuerdo.

Eramos mas de diez las que la hicimos.
Todas con vestidos largos, como de novia. Tocados de flores, chongos...

Y yo, con vestido corto, arriba de la rodilla, calcetas blancas con un ribete de encaje muy delgado y zapatos blancos. Medio velo sostenido con una diadema con flores sedosas que puedo sentir toco ahora mismo...

Mi mamá puso a calentar sus tubos (eran una modernidad). Me llenó la pelirroja cabeza con ellos y me puso una sedosa pañoleta encima por un rato...
Y el resultado en mi lacio pelo eran unos chinos tipo caireles que duraban un par de horas que mi pesadísimo cabello medio largo deshacía automaticamente después de un rato.

Odié el vestido corto.
Era la única diferente en la iglesia y en el desayuno donde todos los papás se pusieron borrachos bajo las furiosas miradas de las mamás que solo querían dar pan dulce, tamales y chocolate...

Ahora no odio ese vestido.
Fué diferente, y mi mamá sabía que sería diferente.
Además era un vestido irlandés. Un velo irlandés.

No puedo recordar más de mis ocho años...

A los nueve sé que ví a Juan Pablo II en mi escuela, la de monjas, a menos de un metro de donde estaba parada.
A los nueve, -ya recordé-, aprendí las multiplicaciones.
A los nueve, tuve un pleito en recreo con Fernanda, esa niña que me daba pánico, que era una cabra descarriada y la oveja negra de su familia y de la que acabé siendo gran amiga a partir de ese día hasta hoy.

Y hoy, a mis cuarenta...

Solo puedo pensar en una criatura de ocho años.
Una niña a la que no he tocado ni besado ni abrazado siquiera, pero ya es parte de mi vida y entró suavecito en ella.

Y no quiero ponerme en sus zapatos, esos que miden lo que un pie de una niña cualquiera, de cualquier país, de ocho añitos...

Solo sé que la quiero. Solo sé que Brígida ayudará a que lo que pase, lo que tenga que pasar y como tenga que pasar, será lo mejor para todos...

Bueno, eso es lo que quiero imaginar, pensar, soñar y sentir...

Solo quiero que se sepa querida por todos, en todo momento, por siempre, para siempre...

(Habrá que estudiar sus líneas de vida, esas que tiene tatuadas en las manos, izquierda y derecha...las de su nacimiento, y las de su libre albedrío...)

1 comentario:

Haikusan dijo...

Entrañable, pecosa ...