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domingo, 21 de noviembre de 2010

Las mudanzas

Un día, hace años, no me levanté de la cama.
O tal vez fueron varios días. No lo sé.
Lo he olvidado, solo queda un vago recuerdo muy difuminado.

Solo supe que dejar la última casa me dejó sin ganas de levantarme.
Tal vez era una "depresión post-mudanza" y yo no lo sabía en ese entonces.
Lo supe hoy por la mañana al abrir los ojos y no sé cómo lo diagnostiqué.

Esa no era mi primera mudanza, era la séptima contando dos departamentos en un mismo edificio.
Para ese entonces yo había nacido y crecido en dos casas.
Me había "recién casado" en dos departamentos.
Me había embarazado y dado a luz a dos hijos en otro departamento.
Habían caminado y armado rompecabezas, cocinado galletas y tenido fiebres y miedos por la noche en otra casa.

Y la séptima, no me gustaba y me tenía en la cama sin poder levantarme.

Porque la anterior, la de los rompecabezas, había sido mi casa favorita...
Era toda blanca.
Tenía un jardín interior. Pequeñito...
Una cocina con un ventanal enorme. Era blanca y perfectamente amplia y compacta.
Teníamos un conejo mini lop. Era conejo, pero después descubrimos que era coneja, cuando amanecimos con siete ratitas sin pelo esparcidas por el garage (la historia de cómo se embarazó, es otra historia)...
El estudio daba a un parque que tenía una enorme pared de lava.
El vecino todas las mañanas, puntual, a las 8:00, iba a dejar migajas de pan para las palomas, que bajaban en cuanto lo oían abrir la puerta.
Subía a la azotea a ver atardeceres anaranjados y espectaculares con la roca de lava a mi costado.
Escuchaba la campana de la escuela de mis hijos cuando terminaban las clases, y a veces llegaba a oír sus gritos y risas en recreo.

Yo no podía seguir mudándome.
Por eso no podía levantarme de la cama de esa casa nueva que no me gustaba.
Era demasiado caliente aún en invierno.
Estaba al revés.
Era café grisacea.
Entraba demasiado sol por las recámaras y casi nada por la sala.
A esa casa no invité a mis amigas.
En esa casa no cociné por placer.

En esa casa empezó lo que pensé era mi decadencia, cuando en realidad empezó mi resurrección.

De ahí me mudé al lugar que olía a mi abuela.
El lugar que ahora me acoge, me nutre, me calienta aunque me muera de frío.
He invitado a mis amigas.
He cocinado para mi familia.
He encontrado el amor.
He encontrado placer en los bancos de la cocina con llantos,risas, carcajadas y abrazos de mis amigas. Con abrazos y caricias con el hombre que me escribe haikus.
He tomado interminables tazas de té.
Ni hablar de la ingesta de chocolates Lindt con sal de mar.
No tiene libreros para los libros que llevan meses en el suelo.
No tengo mesa en la sala para mis estrellas de mar y reliquias extrañas.
No tengo sol en mi recámara.
Me he acostado en el sillón anaranjado de la sala a ver el árbol por la ventana que se mece conmigo.

Y sé que tendré que mudarme de aquí.
Pero ya no me duele esa mudanza.
Ya terminé de ser nómada.
Por lo menos en mi corazón, en mi cuerpo y en mi alma...

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