Junio. El solo sonido de la palabra significaba que entraba de lleno el verano, aunque éste tardara en llegar hasta el día veintidós.
Con él, llegaban los mangos, llegaban las uvas verdes. Los días largos, larguísimos.
A veces llegaban los viajes a Irlanda. Otros no.
Significaba exámenes finales en papel amarillo, hechos en esa máquina que había en la escuela que no recuerdo cómo se llamaba. Uniformes que ya venían chicos, o aguantaban los últimos días. O pedían a gritos ser heredados a mis hermanas. Tenis con suela lisa.
Pero anticipaba muchas cosas emocionantes siempre: planes con los vecinos que implicaban días eternos escuchando discos LP. Cassettes también.
Sabían al Chino todos los días en la casa...ese niño-jóven que desde que amanecía estaba con nosotras, especialmente con Maya. Era parte de nosotras.
A veces boliche. Otras nadar. Otras cine.
Calor.
Un verano salieron los rufles verdes. Y nos dedicamos a comerlos cada día, junto con tazones enormes de uvas verdes.
Lluvias todas las tardes. Sin falta.
Ahora el verano suena diferente. Ahora soy madre.
Y mis hijos nunca tendrán un verano ni remotamente parecido a los míos.
Los mangos llegan casi desde febrero ahora. Las uvas verdes están todo el año empacadas en el refri del super. Ahora las uvas son grandes. Parecen hechas con molde.
Ahora no hay tardes en que puedes ir al boliche con tus amigos, o al cine simplemente gritándolo desde la puerta. Ahora es Facebook y chat. No hay charolas de galletas yendo de una casa a otra calientes y llevándolas con los guantes de mi mamá, esos para sacar lo horneado del horno...
Ahora,
Antes...
Hoy.
Hoy es tan diferente a lo que jamás hubiera imaginado.
Hoy, aquí estoy, como adolescente tratando de resolver mi vida. Mas vulnerable que en esos veranos. Pero mas fuerte también.
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