Convite, mesa de siempre, vista a lo mismo que nunca es igual.
De entrada me topo con el Maestro del grupo de jazz, quien me sonríe con cara de "te conozco pero no se de dónde", le devuelvo la sonrisa con un saludo bastante discreto sin intención de entrar en detalles camino a mi mesa con vista a lo mismo, mientras escuchaba Kings of Convinience de música de fondo para que enseguida cambiaran a esa voz rasposa y melancólica que canta la colección de jazz and the 70s, 80s y 90s.
Sopa de pasta con cilantro mientras veo al viejito de la lavandería y me propongo estudiar sus movimientos durante el tiempo que dure la comida en la que no tengo hambre.
Cinco señoras, de seis que pasaron, lo saludaron y se detuvieron a platicar con él.
De las cinco, dos lo abrazaron, pero en especial fué muy efusiva una gordita que venía de la tortillería con un vestido que apretaba sus redondísimos brazos, -de esos brazos que se comen el codo de tan frondosos-, y un chaleco azul marino encima largo para camuflajear su igual anchísimo trasero.
El viejito es un seductor.
Vuelve a usar el sombrero que dejó en primavera, pantalón beige de tela fuerte, camisa azul cielo y un sweater beige en otro tono, con cocoles cafés.
Perfecto y elegante. Zapatos impecables. Bigote blanco perfectamente recortado, como una nube sobre su sonrisa traviesa.
Acabé la sopa y abrí mi botella de Ciel. La ensalada estaba por llegar y mi estómago ya no quería mas.
La patrulla dio sus rondines. Conté tres.
Alex, el mesero, olvidando mi ensalada y la pimienta en molino que le pedí tres veces con ganas de que siguiera olvidándolas mientras me traía un té de yerbabuena.
La mesa de atrás, la de la esquinita del listón de organza que dice "amores que matan nunca mueren", ocupada por una pareja de amantes que tomaron una botella de Luigi Bosca acurrucándose cada uno en su silla como si estuvieran acostados en una cama acariciándose descaradamente. Envidiablemente eróticos acabando la botella huyeron a hacer el amor toda la tarde mientras la lluvia empezaba y se detenía al mismo tiempo.
Todo aparentemente igual, excepto porque yo, y la vista aparentemente igual de todas las cosas y los personajes de ese lugar no son las mismas nunca ni siempre.
Y cuando Alex trajo la cuenta, y yo terminaba el té que por primera vez pedía, el viejito de la lavandería cruzó la calle hacia mi aunque no iba conmigo, mientras sacaba de su bolsillo un pañuelo perfectamente doblado y planchado para secarse la frente...
Sonreí pensando que el mundo es un pañuelo. Solo me faltó poder ver qué tenía bordado ese pañuelo.
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